martes, 22 de marzo de 2016

Los bolígrafos de papá


Cada que papá volvía a casa luego de sus largas ausencias, me gustaba ser el primero en esculcar su equipaje. Mi intención no era ver la ropa o los juguetes que me había traído, tampoco pretendía tomar los de mis hermanos, más chicos que yo, sino admirar y tocar los bolígrafos que siempre traía por montones. La mayoría promocionaban a restaurantes, hoteles, revistas, laboratorios médicos, ciudades, autos… No tengo claro cómo los obtenía, posiblemente los tomaba de los lugares donde trabajaba, y lo mismo hacían sus hermanos y amigos, pues no creo que hubiera estado en tantos lugares. En realidad, la procedencia de cada bolígrafo no era importante, como tampoco el hecho de por qué un hombre como papá, que apenas si sabía leer y escribir, gustara de coleccionarlos. Directamente de la maleta, el montón de bolígrafos coloridos pasaba al ropero de mamá, al compartimento pequeño que siempre estaba bajo llave. En aquel lugar, el tiempo daba cuenta de los bolígrafos viajeros, secando o desparramando la tinta de algunos; de los otros me encargaba yo —que tenía una llave hurtada del ropero de la abuela—, que los iba sacando de su cautiverio para perderlos quién sabe dónde.

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